Hombre de acción y de contemplación

Un admirable equilibrio, o mejor dicho, una subordinación necesaria. Este predicador ardiente, este misionero que nunca se queda quieto, ¿no va a hundirse en el activismo?

Personalmente, Marcel Lefebvre nunca dejó que se introdujera una dicotomía entre su misa, su breviario y su oración por una parte, y su actividad apostólica por otra. La actividad exterior encuentra su fuente en la unión con Dios, en la cual consiste la perfección. Pero el pastor es consciente del peligro de una actividad exterior desordenada, y advierte sobre ella a sus sacerdotes:
 

¡Cuántos sacerdotes han perdido todo sentido sacerdotal, todo atractivo por la contemplación y por la oración, por culpa de un activismo bajo pretexto de apostolado!

Sin contemplación no hay apostolado. La contemplación no quiere decir necesariamente el claustro. Es la misma vida cristiana: vida de fe y de las realidades de nuestra fe. Ahora bien, la gran realidad a contemplar es la santa misa.

El alma de todo apostolado

De Santo Domingo y de Dom Chautard (cuyo libro, El alma de todo apostolado, tanto aprecia), retiene que «la acción debe ser el rebosamiento organizado de la contemplación». «Lo que ha de caracterizar a los miembros de la Fraternidad, dice, es la contemplación de Nuestro Señor en la cruz, viendo en ella la culminación del amor de Dios, el amor llevado hasta el sacrificio supremo. ¡Nuestro Señor es eso mismo! Este es el objeto principal de la contemplación de la Iglesia».

Una certeza inconmovible

«Seremos misioneros por el deseo de derramar la sangre de Nuestro Señor sobre las almas». «Hemos de tener una confianza absoluta en la postura que hemos adoptado, concluye, porque es la actitud de la Iglesia. No es la mía, insiste, no es “la de Monseñor Lefebvre”, sino la de la Iglesia. Un día u otro, todo lo demás se derrumbará».

 


 

«Contemplamos a Dios en la sagrada Eucaristía. Jesús está ahí, presente en nuestras manos, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en su gloria, rodeado de todos los santos y ángeles del Cielo.»

Monseñor Marcel Lefebvre,
Ecône, 04 de julio de 1982