El dulce obstinado
Dotado de un sólido juicio, Marcel Lefebvre se siente muy seguro de sí mismo, y su voluntad de hierro, su energía enorme y su calma constante completan en él la fisonomía de un hombre fuerte.
La fortaleza va siempre unida a la mansedumbre. Ahora bien, la mansedumbre de Marcel Lefebvre es proverbial, una mansedumbre humilde con cierto aire de timidez. Su «voz suave» engaña a primera vista: en Mortain o en Lambaréné se lo habría tomado por un hermano. En Dakar adquiere firmeza: «Habría podido ser un tímido que no hace nada, pero fue todo lo contrario. Siempre carbura. ¿Cómo lo hace?», exclama su vicario general.
Igual de cómodo con los grandes que con los pequeños
Su hermano Michel, cuando lo visita en Senegal, observa que «se mueve con soltura con los gobernantes», y más tarde también «con los aristócratas, cuyos convencionalismos conoce y le hacen gracia». «Con estos últimos tiene relaciones muy amistosas, poniéndose a su alcance, escuchándolos y no sintiéndose nunca incomodado».
En la mesa de Ecône, el padre Dubuis observa que «es exactamente el mismo con un archiduque que con un hojalatero, igual de amable y de accesible». «Cuando vi eso, dice, me sorprendió mucho, y me causó gran admiración; era realmente el mismo, su actitud no era fingida ni forzada, era muy pastoral». Nadie lo iguala a la hora de hacer un breve discurso espiritual o humorístico al final de una comida de ordenaciones.
Cuando Marcel Lefebvre se obstina
Sin embargo, había ocasiones en que el hombre de diálogo «se obstina» y se hace intratable: ante los espíritus falsos o pagados de sí es «un hombre de reacción». Uno se expone entonces a palabras algo bruscas por parte de un hombre que mantiene su opinión con firmeza terca, a veces hasta el punto de negar la evidencia, en la exasperación o en el apuro de tener que explicarse: muestra entonces el defecto de sus cualidades, o más bien el exceso de su tenacidad.
Frente a los negadores impenitentes de los principios
Se da demasiada cuenta de la inutilidad de toda discusión en la que el interlocutor niega un principio. Además, le parece inconcebible que un sabio (su condiscípulo Monseñor Georges Leclerc) o un prelado (el cardenal Ratzinger) contradigan la doctrina. Pero, más allá de esto, siente un enorme respeto por los depositarios de la autoridad, un gran respeto por los demás, resultado de una gran caridad, que es lo contrario del desprecio del otro.
Sobre todo, no humillar
Trata siempre de no humillar al prójimo, lo cual le hace tener, en sus relaciones con los demás, una cierta dificultad para expresarse cuando las palabras podrían significar una desvalorización del otro. Este equilibrio entre la seguridad más tenaz y la más delicada atención por los demás forjaba en él una personalidad muy humana y atractiva, que inspiraba confianza y amistad, incluso en quienes no comparten sus opiniones: «¡Qué aferrado me sentía a ese hombre, dice su compañero irlandés, el Padre Michael O’Carrol; y aún lo sigo estando ahora!».
Algunos no logran conciliar las «dos caras» de la personalidad de Monseñor Lefebvre: «Su mansedumbre es dura», le diría el académico Jean Guitton antes de las consagraciones episcopales de 1988. Otros piensan: «¡Es un orgulloso!». «No, replica entonces el padre Louis Carron (que tuvo algún que otro roce con él), personalmente es humilde; es su doctrina la que es orgullosa… una fórmula». ¡Sí, una buena fórmula! Marcel Lefebvre no es liberal, pero sabe defender la verdad con caridad. Su caridad y su fortaleza residen sobre todo en el vivaz entusiasmo de sus veinte años, en la antorcha recibida en Santa Chiara, cuya llama lo devora y quiere transmitir a otros.