El sacerdocio del sacerdote

Por el carácter del sacramento del orden, impreso en su alma en el momento de la ordenación, el sacerdote es hecho partícipe del sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo. Participa, por así decir, de la gracia de unión hipostática, que une la naturaleza humana de Jesús a la persona divina del Verbo, que la asume en la Encarnación.

Por consiguiente, al igual que Cristo, el sacerdote es constituido mediador entre Dios y los hombres: establece el puente entre Dios, al que hay que conciliar, y los hombres, a los que hay que reconciliar. Es el pontífice, en latín “pontifex”, el que construye el puente. Tal es la doctrina de San Pablo: «Todo pontífice, dice el Apóstol, sacado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en todo lo que mira a Dios, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (He 5, 1), comenzando por el sacrificio por excelencia, la Santa Misa.

Sacerdos alter Christus

A cambio, el sacerdote hace descender sobre los hombres la misericordia y las gracias de Dios: el sacerdote, “sacerdos” en latín, es el “sacra dans”, el que da las cosas sagradas a los hombres. Es el ministro de Cristo Sacerdote en la distribución de las gracias de la Redención. Así lo afirma San Pablo: «Así, pues, nos consideren los hombres, como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1). En resumen, el sacerdote es otro Cristo: “Sacerdos alter Christus”.

El sacerdote también es llamado «hombre de Dios» (1 Tm 6, 11; 2 Tm 3, 17). Tanto por su carácter sacerdotal como por su función sagrada, se distingue de los simples bautizados, no por una diferencia de grado, sino esencialmente.


«E alla meditazione ci sia di stimolo anche il pensiero che il sacerdote è un altro Cristo; e, se è tale per partecipazione di autorità, non dovrà essere tale per imitazione delle opere sante? 'Sia dunque nostra somma premura di meditare sulla vita di Gesù Cristo'.»

Santo Pio X,
Hærent Animo, 1908

 


«Sacerdocio santo»

Esta doctrina es profesada por el mismo concilio Vaticano II: «Por eso el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por el sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza» (Presbyterorum ordinis, 2, 3). Pero el mismo Concilio, en su constitución sobre la Iglesia, pregona también un sacerdocio común a todos los bautizados (Lumen Gentium, 10, 1). Esta sola expresión, de sabor protestante, basta para silenciar la verdad precedente y adherir al error. Marcel Lefebvre reprueba esta duplicidad. Santo Tomás de Aquino enseña, es verdad, que los tres caracteres sacramentales del bautismo, confirmación y orden son participaciones del sacerdocio de Cristo, pero se guarda muy bien de afirmar que el bautizado o el confirmado reciban un «sacerdocio» en sentido estricto. El «sacerdocio común» no es más que un sacerdocio en sentido metafórico, y en este mismo sentido San Pedro (1 Pe 2, 5-9) habla de un «sacerdocio santo» o de un «sacerdocio real», que permite ofrecer víctimas espirituales: por su carácter bautismal, los simples cristianos son invitados a ofrecerse y a unirse en la misa, pero no por ello se convierten en sacerdotes ministeriales.

 

Transustanciación

Configurado por su carácter con Cristo Sacerdote, el sacerdote, y sólo él, ha recibido el poder de realizar, en la consagración de la misa, la transustanciación del pan en el Cuerpo de Cristo, y del vino en la Sangre de Cristo. Al repetir las palabras pronunciadas por Cristo en la última Cena, obra en la persona de Cristo Sacerdote como su instrumento privilegiado, y vuelve a hacer presente, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo bajo las especies –o apariencias– del pan y del vino. Este poder único no fue otorgado ni a la Virgen María ni a los ángeles.

A este poder sobre el Cuerpo eucarístico de Jesucristo se añade en el sacerdote un poder sobre el Cuerpo místico de Cristo, los miembros del pueblo fiel: el de santificar y salvar a las almas. El joven llamado a la vocación sacerdotal podrá sentirse más atraído por el llamamiento al altar o por el llamamiento a las almas, pero lo uno no va sin lo otro. Monseñor Lefebvre, disipando un error común, define así la vocación sacerdotal: «La vocación no consiste en un llamamiento milagroso o extraordinario, sino en el florecimiento de un alma cristiana que se aferra a su Creador y Salvador Jesucristo con un amor exclusivo, y comparte así su sed de salvar a las almas».

 


«Lo que la Iglesia necesita y lo que el pueblo fiel espera son sacerdotes de Dios, sacerdotes que manifiesten a Dios en toda su persona, en toda su actitud, en todo su modo de ser y en todas sus palabras. Esto es lo que necesita el pueblo fiel.»

Monseñor Marcel Lefebvre,
Écône, 29 de junio de 1975