Queridos amigos y benefactores:
La situación de la Iglesia se parece cada vez más a un mar agitado en todo sentido. En él se observan olas que, de más en más, tratan hacer zozobrar la barca de Pedro, arrastrándola hacia abismos sin fin. Desde el Concilio Vaticano II una ola parece querer arrastrarlo todo hacia el fondo, a fin de no dejar sino un cúmulo de ruinas y un desierto espiritual que los propios Papas han denominado como una apostasía. Habiéndolo hecho ya a menudo, no queremos volver a describir esta dura realidad; todos pueden comprobarla. Sin embargo, nos parece provechoso comentar brevemente los acontecimientos de los últimos meses; deseo referirme a esos golpes, sorprendentes por su violencia y particularmente bien orquestados, que se han lanzado contra la Iglesia y el Sumo Pontífice. ¿Por qué semejante violencia?
Volviendo a la imagen, todo indica que desde hace algún tiempo, más o menos desde el ascenso al pontificado del Papa Benedicto XVI, ha aparecido una nueva ola, mucho más modesta que la primera, aunque bastante persistente como para que la podamos percibir, y que contra todo pronóstico aparenta ir en sentido opuesto a la primera. Los indicios son suficientemente variados y numerosos como para poder afirmar, que este nuevo movimiento de reforma o de restauración es efectivamente real. Se lo ve en particular en las generaciones jóvenes, claramente frustradas por la poca eficacia espiritual de las reformas del Vaticano II. Si consideramos los muy duros y amargos reproches que los progresistas lanzan contra Benedicto XVI, es claro que perciben en la propia persona del Papa actual una de las causas más vigorosas de este principio de renovación. De hecho, incluso si vemos que todas las iniciativas del Papa son más bien tímidas, contrarían profundamente al mundo revolucionario e izquierdista, tanto dentro como fuera de la Iglesia, y esto en varios niveles.
Esta irritación de los progresistas y del mundo se deja sentir, en primer lugar, en los temas referentes a la moral. En particular, la izquierda y los liberales están irritados por las palabras, no obstante bien sopesadas, del Papa acerca del uso de los preservativos en la cuestión del Sida en África. En lo relativo a la vida de la Iglesia, el restablecimiento de la misa de siempre en su derecho en 2007, y la anulación, dos años más tarde, de la pena infamante que buscaba descalificarnos, han provocado la rabia de los liberales y progresistas de todo color. Además, la acertada iniciativa de un año sacerdotal que vuelve a revalorizar al sacerdote, recordando su importancia capital y tan necesaria para la salvación de las almas, y proponiendo como modelo al Santo Cura de Ars, no sólo es una invitación dirigida al pueblo cristiano a rezar por los sacerdotes, sino también un llamamiento a recurrir al sacramento de la penitencia, que ha caído completamente en olvido en vastos sectores de la Iglesia, como así también a cuidar el culto eucarístico, especialmente considerando la importancia de la adoración de Nuestro Señor en la Sagrada Hostia, indicación clara de la realidad de la presencia real y sustancial de Nuestro Señor Jesucristo.
En el mismo sentido se inscribe la designación de obispos claramente conservadores, entre los cuales algunos ya celebraban antes la misa tridentina. Podríamos citar también como ejemplo innegable de la realidad de esta pequeña ola que va en sentido contrario la Carta a los católicos de Irlanda invitando a la penitencia, a la confesión y a los ejercicios espirituales, y pidiendo la adoración a Jesús Eucaristía. Aunque en nuestros medios se juzgue, con razón, que estos esfuerzos son aún insuficientes para detener la decadencia y la crisis de la Iglesia —en particular, al ver ciertos actos que se sitúan en la triste línea de su predecesor, como las visitas a la sinagoga y al templo protestante—, con todo en los medios progresistas ha sonado la voz de clarín para dar combate. La gran ola se enfrenta con la pequeña con una violencia sorprendente. No es de extrañar que el encuentro de ambas olas, tan desiguales, cause tantos remolinos y tumultos, y provoque una situación muy confusa, en la que es muy difícil distinguir y predecir cuál de las dos olas va a prevalecer. No obstante, se trata de algo nuevo y merece ser saludado. No se trata de caer en un entusiasmo exagerado, que pretendiese hacer creer que la crisis de la Iglesia ya ha terminado; al contrario, como van perdiendo fuerza, los que advierten que se pone en cuestión las conquistas que creían definitivamente adquiridas, seguramente emprenderán un combate de gran envergadura para intentar salvar ese sueño de modernidad que empieza a venirse abajo. Es muy importante tener una mirada lo más realista posible sobre lo que está sucediendo. Aunque nos alegramos de todo lo bueno que se hace en la Iglesia y en el mundo, no por eso nos hacemos ilusiones ante la gravedad de la situación actual.
¿Qué debemos prever para los años venideros? ¿La paz en la Iglesia o la guerra? ¿El triunfo del bien y su tan ansiado regreso, o una nueva tormenta? ¿Conseguirá la pequeña ola crecer lo bastante como para imponerse un día? La certeza del cumplimiento de la promesa de nuestra Señora en Fátima —“al final mi Corazón Inmaculado triunfará”—, no responde necesaria ni directamente a nuestra pregunta, pues no queda completamente excluido si habrá que pasar primero por una tribulación aún mucho mayor antes de llegar al tan ansiado triunfo…
Volvemos a encontrar este tremendo desafío en nuestra cruzada de rosarios, aunque con esto no quisiéramos quitar nada a la alegría del anuncio del resultado extraordinario de nuestra Cruzada del Rosario. Hace un año, habíamos pedido audazmente una docena de millones de rosarios para coronar y rodear con una magnífica guirnalda de alabanzas, como otras tantas estrellas, a nuestra buena Madre del Cielo, la Madre de Dios, esa Madre que se presenta ante los enemigos de Dios como “un ejército en orden de batalla” (Cant. 6, 3). Ustedes respondieron con tanta generosidad, que ahora podemos llevar a Roma un ramillete de más de diecinueve millones de rosarios, sin contar los de todas las personas que se han unido a nosotros sin ser directamente feligreses nuestros.
Desde luego no fue por casualidad que Pío XII, al proclamar el dogma de la Asunción, quiso cambiar el Introito de la fiesta del 15 de agosto por el fragmento del Apocalipsis que saluda al gran signo que apareció en el cielo. Este pasaje del Apocalipsis inaugura la descripción de una de las guerras más terribles expuestas en el Libro sagrado: el gran dragón, que va a barrer con su cola una tercera parte de las estrellas, viene a presentar batalla a la gran Señora (cfr. Apoc. 12). ¿Está destinado a nuestro tiempo este pasaje? Podemos fácilmente creerlo, aunque evitando hacer aplicaciones demasiado literales y unívocas de estos misterios y descripciones proféticas. No dudamos en modo alguno que todas nuestras oraciones tienen su importancia, incluso una grandísima importancia, en este momento de la historia en que estamos. No obstante, pensamos que tenemos que exhortarlos y alentarlos en estas circunstancias de la historia de la Iglesia.
La gran generosidad que tuvieron muestra, sin que quepa duda alguna, la adhesión y el amor bien reales que profesan a nuestra santa Madre la Iglesia Católica Romana, al Sucesor de San Pedro y a la jerarquía, incluso si hemos de sufrir mucho de parte de ella. Dios es mucho más fuerte que el mal, y el bien vencerá, aunque tal vez no con toda la pompa que hubiéramos deseado.
Ahora hay que convencer a las autoridades para que realicen la famosa consagración de Rusia, la cual ellos dicen que ya han realizado; y hay que recordar la actualidad de lo que decía nuestra Señora de Fátima, precisamente cuando en el año 2000 quisieron dar vuelta la página para no volver ya sobre el tema. Parecen multiplicarse las dificultades y los obstáculos para que no se pueda realizar de ninguna manera lo que pedimos. Poco importa; contamos mucho más con Dios que con los hombres, del mismo modo que esperamos de actos tan sencillos como el de la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María resultados sorprendentes para la Iglesia y para el mundo, y que superan todo lo que podemos imaginar. Se trata de una locura ante los ojos de los hombres, pero es realmente el reflejo de lo que ya predicaba San Pablo en su época: lo que es sabiduría a los ojos de los hombres es una locura para Dios, mientras que los sabios del mundo consideran la sabiduría de Dios como una necia locura (cfr. I Cor. 1, 20).
Ya que vamos a transmitir al Santo Padre vuestros notables esfuerzos, lo mismo que la razón de tales oraciones, esperando contribuir de este modo al bien de la Iglesia, les pedimos que prosigan con estos mismos esfuerzos, secundando el ejemplo al que nos invita nuestro Señor mismo en su exhortación tan conmovedora a la oración: “Pedid y recibiréis”, insistiendo e insistiendo mucho (cfr. Mt. 7, 7-11). La magnitud de lo que pedimos, aunque no quepa duda de que seremos escuchados, exige una insistencia y una perseverancia proporcionadas.
Recordemos también que lo esencial del mensaje de Fátima no consiste únicamente en la consagración de Rusia, sino sobre todo en la devoción al Corazón Inmaculado de María. Que todas estas oraciones y sacrificios nos hagan crecer y profundizar en esta devoción especial al Corazón de la Madre de Dios. Dios quiere dejarse conmover por este medio.
Nuestro mayor deseo, a principios de este mes de mayo, mes de María, es que todos nos volvamos a poner bajo su maternal protección. Agradeciéndoles por tan grande generosidad, pedimos a Nuestra Señora que, junto con el Niño Jesús, se digne bendecirlos.
1º de mayo de 2010, fiesta de San José Obrero.
+ Bernard Fellay
Superior General
de la Fraternidad San Pío X